Los árboles comienzan a secarse por completo, sus hojas habrán caído para dentro de unas cuantas semanas. La acera se cubre de una manta rojiza y crujiente, el viento corre más de lo habitual y ni los edificios nos pueden cubrir del frío decembrino.

Nuestros outfits de invierno son tan disparejos como nosotros mismos, el tuyo tan elegantemente cuidado y el mío claramente salido de mis prisas por dejar mi de casa y la pereza de arreglarme. Mientras dejamos huellas por la calle observo con ternura como pizas las hojas y disfrutas el crujir de ellas a tus pies, a decir verdad sólo mamá hacía eso, es lindo ver que hay más gente que goza las cosas más pequeñas de la vida. Me uno a tu sinfonía de hojas secas y de a poco nos vamos peleando por las mejores, en ocasiones te doy la ventaja y otras me quedo con los mejores ruidos, seguido de esto miro tu mueca infantil de enojo hacia mí y sólo puedo reír. Terminamos nuestro paseo por la alfombra naranjosa con un par de empujones y me guste o no, has ganado esta vez.

A lo lejos, en medio de una pequeña alameda yace un par de columpios vacíos, no sé qué tienen aquellos juegos metálicos, sin embargo suelen ser la manera más linda de pasar el rato con la persona que amas. Quizás sea la carga emocional que poseen, son parte de nuestra infancia, es un lugar donde todos disfrutamos, alguna vez, de la felicidad más plena y sincera que existe, puede que se trate del folclor novelístico que se le ha dado en los últimos años o en su defecto, sea por su habilidad de robarnos el tiempo con su vaivén. Sea lo que sea, tomamos asiento y comenzamos a mecernos: delate y atrás, atrás y adelante. Con cada ida y venida yo recorría tus rasgos uno por uno, trataba de contar tus lunares mientras nuestros pies sobrevolaban el suelo. Creo que jamás te has dado cuenta cuando te observo y hasta cierto punto lo agradezco, me permite enamorarme un poco más de ti en secreto.

No permanecimos mucho ahí, contigo tengo la sensación de no pertenecer a ningún lugar, percibo atisbos de ave en tus brazos, es como si no pudieras estar quieta, como si lo tuyo no fuera eso de andar, como si estuvieras diseñada para volar, desafiar las leyes de la física y despegar en un parpadeo.

Serías la primer mujer ave de la cual me enamoro, en principio suena divertido, incluso romántico, aún así me llena de miedo saber que en cualquier momento extenderás tus alas y te marcharás, quizás dos segundos… quizás para siempre. Si mi hipótesis acerca de tu habilidad para surcar los aires es cierta sólo espero estar ahí cuando emprendas el vuelo, pues si eres ave naciste para ser libre y no para enjaularte.

Andando de regreso al colegio observo de reojo tu espalda, esperando a ver algún rastro de plumaje o extensiones aladas retraídas cuidadosamente en tu espalda; como lo sospechaba: nada. Por mi mente cruza un “eres tonto” claramente lo tuyo no son las alas, son estorbosas y reveladoras. El problema del hombre ha sido buscar la manera de elevarse utilizando forzosamente estos objetos, seguramente tu perfección etérea ha evolucionado a tal punto que las alas y el plumaje son innecesarios. Estoy seguro que levitas como una hoja a merced del viento, dejando una delegada y casi imperceptible estela azul. Sin embargo me parece, casi imposible, jamás haberte visto sobre mí, cruzando los cielos, dicha habilidad no se oculta fácil, porqué tocar el piso pudiendo flotar. Una nueva teoría se formula en mi inventiva: “quizás ella ha olvidado cómo volar, ha olvidado de dónde viene”. Eso lo explicaría todo, explicaría la razón de tu carente sentido de la coordinación al andar, la razón de porque tu mirada se pierde en el paisaje cuando viajas en automóvil, algo en ti debe gritar que tu lugar está arriba, que la tierra jamás será tu hogar, que a donde vayas yo jamás te podré seguir.

He pasado demasiado tiempo sin hablar y comienzas a sospechar, me miras inquisitiva y sólo sonrió, niego con la cabeza que tenga algo en especial y me disculpo por divagar, retomamos nuestra plática y ahora nos dirigimos a un pequeño lugar de comida sana, en especial de fruta y ensaladas: mi favorita. A penas llegamos y la gente ya ha volteado la mirada hacia ti, no los culpo, sueles ser lo más hermoso en cualquier lugar que entras. Con amabilidad pides un vaso hasta el tope de fresas bañadas (o más bien ahogadas) en miel, un fruto demasiado ácido para mi gusto, aunque el jarabe debe de endulzarlo un poco. Esperamos unos cuantos minutos sentados en una mesita al fondo, ocultos de las miradas indiscretas e intercambiamos sonrisas y carcajadas, disfrutamos del molestarnos el uno al otro con pequeñas bromas pesadas. Al recibir tu amada fruta nos marchamos, ahora en busca de un asiento que le haga justicia a tu ociosidad (en retrospectiva, hemos caminado más de lo que sueles), una banca sobre la acerca es la elegida. Mientras te deleitas con tus fresas melosas mi mente comienza a divagar de nuevo, ahora ideo una manera con la cual recobrar tus recuerdos voladores, las opciones son muy pocas y a menos de que nos lancemos de un edificio, no tengo nada más. Robo un par de frutos rojos de tu aperitivo y vuelve esa mueca infantil, amo cuando finges enojarte conmigo, eres por completo una niña pequeña.

¡Eureka! Una bombilla se enciende en mi mente, a la par tu móvil vibra y lanza un tono monótono. Mientras atiendes la llamada mi taller creativo diseña las bases de mi obra, distraído no me percato de que la llamada que has recibido anuncia nuestra separación. Habíamos pasado demasiado tiempo junto como para que siguiera tan bien como hasta ahora, supongo que debía de imaginarlo, tu chico quiere verte y aunque una parte de ti lo ansiaba, en tus ojos puedo notar la pena de marcharte. Te llevo con él sin reparo, lo que menos quiero es que vuelvas a tener un problema amoroso por mi presencia, me despido de rápido y me marcho a casa. Me entristece separarnos, mas no puedo perder el tiempo, mi idea comienza a cobra forma, funcionará… estoy seguro.

Llego a casa con el corazón agitado, rebusco entre el mar de materiales y basura que hay en mi habitación, a la derecha lo que sirve, a la izquierda lo que no y en medio lo que posiblemente funcionaría, pero no sé cómo hacer que lo haga. Entre los bonches enormes de papelería me llego a encontrar con partituras, algunos escritos inacabados y uno que otro pagaré del banco, suelo detenerme cada dos para leer un poco (maldita mi curiosidad y mala memoria). Evito distraerme lo más que pueda y así, en cuestión de una hora y media logro juntar los materiales suficientes.

En la sala ordeno de menor a mayor utilidad mis elementos, con rapidez desmonto las puertas de mi hogar y las colocó horizontal en un rincón, hago lo mismo con un grupo de estantes de madera, necesitaré la mayor cantidad que pueda juntar. Enciendo el ordenador y me sumerjo en la internet, leyendo un poco aquí y allá sobre carpintería y diseño. Los nervios comenzaban a invadirme, estaba casi seguro que mi plan llegaría más pronto a su fin de lo que había planeado, yo no tengo todas esas habilidades.

Antes de rendirme realizo un último intento, tecleo unas cuantas palabras en el buscador de videos y enseguida millares de resultados brincaron; si algo se sabe hoy en día es que la mejor escuela es la red, ya no hay imposibles. Después de ocho horas frente a la pantalla, doce tazas de café y dos de té relajante puedo decir que me he vuelto todo un experto en la modelación de madera, papel, metales; había tomado los mejores cursos de vuelo y leído todas las advertencias que esto conlleva, incluso me di a la tarea de elaborar una pequeña guía con los puntos a considerar en la historia del hijo de Dédalo. No perdí más el tiempo y puse manos a la obra, al final no era tan difícil, cortaba un poco por aquí, otro poco por acá, celo e hilo unían poco a poco mi diseño.

Para las once y media de la noche mi obra estaba lista, despacio la plegué y la llevé a la azotea, teniendo cuidado que los escalones o paredes no desbarataran el artefacto. En cuanto cruce el portal que daba hacia fuera el aire reclamo a uno de sus hijos, mi máquina rápidamente desplego sus alas ansiando volar, la sostuve lo más fuerte que pude, evitando que me elevara con ella, sin perder tiempo cogí un pedazo de cuerda viejo y la até a la pared, asegurándola con un poco más de celo.

El tiempo que me había costado elaborar tal monstruosidad se veía compensado con su necesidad de salir de ahí por los aires. Aún tenía algunas cuentas que hacer y ciertas pruebas de aerodinámica que mi “guía del mejor piloto” me resolvería. En cuestión de horas había logrado lo que ni Da Vinci, ni Ícaro habían conseguido: un par de alas funcionales e inflamables, reajusté el mástil principal y coloqué una capa extra de papel maché en las extremidades. Aseguré las uniones con unas cuantas martilladas y un rollo extra de celo. Con cuidado ensamble la maquina voladora a un pequeño dispositivo en mi espalda unido a un peto (videos de costura estuvieron involucrado es este diseño): su peso era soportable, me costaba mantener un poco el equilibrio, mas con un par de caminatas cogías la maña. Volví a checar cada detalle, cada seguro y unión de la máquina, deseaba evitar una muerte instantánea al menos esta noche. Me armé de valor y me posé al filo del tejado, miré al piso y no pude evitar sentir una mezcla de nerviosismo y emoción, suspiré.

 

¡Maldición! El techo es demasiado bajo para hacer la primera prueba de vuelo real, la guía indicaba que al menos se tuviera una distancia de seguridad para aterrizar con los menores huesos rotos posibles. Si saltaba desde este lugar lo único que lograría sería que la máquina se destrozara y mi cara contra el piso, perdiendo todo vestigio de belleza varonil. Era demasiado noche para buscar un precipicio lo suficientemente alto, lo mejor sería esperar al amanecer, un poco antes de que el sol salga, así ningún ave podrá sentir envidia y me libraré de cualquier intento de asesinato por alguna parvada entrometida.

Son las cuatro veinte de la mañana, el frío en las montañas es jodidamente infernal, mis huesos se congelan y mis dientes no dejan de tiritar. Soplo un poco entre mis manos para calentarla, bebo un sorbo de café con whisky de un termo para calentarme. Esperaré que los primeros rayos del astro rey acaricien la tierra para emprender el vuelo. Te he dejado un mensaje en el móvil, reza lo siguiente: “hola, parecerá una locura, sin embargo he resuelto nuestro problema. A partir de hoy si sales volando yo iré contigo, te seguiré sobre el mar o hasta el sol (descuida, no se incendian). Buenos días, te quiero, te veo pronto… mantén la mirada en el cielo”. Espero que con eso fuera suficiente, no quería darte tantos detalles y arruinar la sorpresa de cuando me veas descender por ti.

Es hora, el sol se asoma, le doy un último chequeo a la máquina, al peto y al dispositivo que nos une, le doy una pasada a mi manual de vuelo y a mi guía de pilotaje, repaso los errores de Ícaro y me grabo en la cabeza “no volar al sol”. Ajusto los alerones, la cola de la máquina y el pequeño timón, sobre mis ojos coloco unos googles y cubro mi boca y nariz con una especie de bufanda. Está todo listo, de a poco me acerco al acantilado, y justo cuando estoy al borde miro al cielo, el piso puede ser algo aterrador, pero el cielo es hermoso desde esta altura, un límite más el cual romper y lo haremos juntos. Cierro los ojos, respiro profundamente y salto, mientras el aire choca contra mi rostro una sola imagen vive en mi mente: tú y tu sonrisa. Pronto volaremos juntos.

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